El cuerpo sin vida de Miguel Grima fue hallado en un barranco del Pirineo el 13 de enero de 2007. Un cartuchazo le había roto el corazón al alcalde de Fago, un pequeño y pintoresco pueblo montañés -quizá el único de España que no tiene reconocido más término municipal que el que ocupan las casas− frecuentado por cazadores y turistas. Desde hacía unos años, las relaciones personales de sus vecinos se habían ido envenenando hasta hacer insoportable la convivencia. Tres semanas más tarde, la Guardia Civil detenía como sospechoso del homicidio a Santiago Mainar, el guarda forestal que, veinte años atrás, había llevado a Miguel al pueblo. Unas pruebas de ADN le situaban en el entorno del crimen.
Fago arrastraba agrios y profundos enfrentamientos personales que se agravaban conforme discurrían los años: amenazas, agresiones, cruces de denuncias e, incluso, algún intento de asesinato. Había dos Fagos, cuyos perfiles se acentuaron tras la elección del alcalde. Grima defendió con ahínco el deslinde: la reclamación de unos montes gestionados por la capital del valle, Ansó, lo que provocó un enfrentamiento institucional entre los dos ayuntamientos que terminó interfiriendo en la vida del pueblo. La atmósfera cotidiana fue haciéndose paulatinamente irrespirable. Hasta resultar mortal para uno de sus habitantes.
Un año después del suceso, el periodista Eduardo Bayona narra, como si de un verdadero thriller se tratara, la investigación de un asesinato que sobrecogió a la opinión pública.